Por alguna extraña razón, en el bar seguimos con la Primera Guerra Mundial. Al parecer, en 1914 todo el mundo confiaba en algo llamado "la apisonadora rusa". Tal cosa consistía en la pretendida aplastante superioridad numérica del ejército imperial ruso, que arrasaría al ejército austrohúngaro y al alemán. Ese fue el principal motivo de la altanería francesa y, al fin y al cabo, de que una limitada operación de castigo Austro-serbia, degenerara de la manera más tonta en la Primera Guerra Mundial y lograra la cifra récord (por un tiempo) de 20 millones de ciudadanos muertos.
Cuando Rusia invadió Alemania en 1914, provocó algunos problemas (cuando aquí se habla de "problemas", entiéndase unos cuantos miles de muertos. “Serios problemas” es algunos cientos de miles), pero ninguno demasiado irresoluble. El Estado Mayor Alemán tenía claro que la apisonadora rusa no existía, pero lo sorprendente es que todos los demás lo creyeran después de las últimas guerras libradas por Rusia: La de Crimea, la siguiente ruso-turca en la que ocurrió lo de Plevna, y, sobre todo, la ruso-japonesa, en la que la catástrofe militar habría sido ridícula, de no ser por las dimensiones de la tragedia.
El ejército ruso hizo una demostración palmaria de incapacidad (aunque Kuropatkin fuera todo un caballero), con la honrosa excepción de la Brigada Mahou (no es invento mío, lo juro) y algunas sotnias cosacas a las que se unió nuestro juguetón capitán La Cerda, de los Húsares de Pavía, que andaba por ahí de misión en 1905 y al parecer aprovechó para descabezar algunos japoneses, con la desaprobación de su jefe el Marqués de Mendigorría.
Si la cosa se hubiera limitado al hecho de que Rusia quería mantener cierta fortaleza serbia (por la cosa de la sempiterna tendencia a controlar los estrechos o, en su defecto, los Balcanes: ya se sabe, el empuje ruso hacia mar abierto), que el Imperio Austrohúngaro quería evitar que los serbios se le desmandasen más de la cuenta; que Alemania tenía que echar un cable a Austria-Hungría y que Francia tenía que apoyar a Rusia por sus pactos y porque tenía cuentas pendientes con Alemania, y -sobre todo- de que los que mandaban eran todos absolutamente gilipollas y una banda de incompetentes, la cosa no habría pasado a mayores, tal vez. Yo creo que, de no ser por Francia, los alemanes y los rusos habrían acabado entendiéndose después de unos pocos cientos de miles de muertos. Lo malo es que por detrás -también- estaban los ingleses, que eran los principales interesados, pinchando. (y produciendo algunos malentendidos, como hemos visto)
La raíz del problema era que Alemania se estaba poniendo demasiado levantisca con la cosa de adecuar su influencia política a su nivel económico, y -aparte de colonizar sitios no demasiado disputados (de eso hablaremos en otro momento: la mayor parte de los archipiélagos del Pacífico Sur por los que zascandileaba Corto Maltés cuando aún estaba a las órdenes del Monje, que tras la PGM le fueron entregados en fideicomiso al Japón por la Sociedad de Naciones, y levantar el Camerún a los ricos españoles)- estaba empezando a poner las zarpas en Oriente Medio y había pergeñado con los turcos una cosa llamada ferrocarril Berlín-Bagdad-Basora que, entre otras muchas cosas, parecía considerar que el Imperio Otomano tenía alguna clase de derecho a seguir existiendo (aunque sólo fuera por interesarle a Alemania). Y eso, ya, tocaba los cojones a los rusos (que seguían con sus eternas expectativas de mares abiertos) y al Imperio Británico, (que ya los tenía). Y de rebote -lo que fue decisivo- al protoimperio estadounidense que ya merodeaba por Persia.
Los telegramas del post del otro día son una pequeña muestra de algo: al parecer, nadie quería realmente meterse en una guerra como la que al final se dio. Pero parece ser que eso ocurre siempre, dado que los políticos -que son los que empiezan las guerras- tienen una capacidad de aprendizaje que tiende firmemente a cero, cosa comprobada desde los tiempos de Pirro. Al final, la Primera Guerra Mundial tuvo un único vencedor, que fueron los Estados Unidos: esperaron pacientemente hasta que los contendientes estuvieran adecuadamente desangrados y, entonces, intervinieron para inclinar el fiel de la balanza hacia su estado nº 51 (como volverían a hacer en los años 40) Entre tanto, se dedicaron a prestar altruistamente dinero para que los estúpidos europeos siguieran masacrándose; dinero que luego sería recuperado implacablemente, mientras los europeos se embargaban entre sí para poder pagarlos. Esa operación se repitió a escala teratológica en la Segunda Guerra Mundial. La Primera hizo tambalearse la hegemonía europea; la Segunda, la enterró definitivamente. Los neoliberales (antes fascistas) siempre nos recuerdan que Roosevelt salvó a Europa de Hitler. Falso: quien salvó a Europa de Hitler fue Pepe Stalin, al precio de 20 millones de ciudadanos soviéticos. Otra cosa es que, de esa Europa salvada, se quedase con la mitad.
La Primera Guerra Mundial produjo dos de los problemas que aún hoy en día condicionan el panorama mundial, y los dos los provocó el Gobierno francés (su jefe: el Tigre Clemenceau, un tipo bastante desagradable): Todo el caos centroeuropeo que dio lugar a la Segunda Guerra Mundial y que, aún hoy día sigue llenando portadas de periódicos, a base de guerras balcánicas: vbgr. Bosnia, o Kósovo. Y Oriente Medio (ahora próximo).
Fue Francia (apoyada por ese supuestamente seráfico presidente llamado W. Wilson) la que se empeñó en desmembrar el Imperio Austrohúngaro y en inventarse estados a diestro y siniestro por Europa, cosa que aún estamos pagando, y, por otra parte, la que se empeñó en hacer valer sus inmarchitables derechos sobre el Levante, dado que, al parecer, la República Francesa había heredado por derecho divino los reinos cruzados en lo que se decidió que iba a ser Siria y Líbano (de hecho, lo que hoy llamamos Líbano es un sangriento invento Francés) Todo el follón que hoy tenemos en Oriente Medio (hoy Próximo: me imagino que por la cosa de los aviones e internet) viene de las tonterías imperialistas francesas para quitarse su complejo de inferioridad desde que Napoleón perdió y de que los Estados Unidos estaban siempre detrás para terminar de jorobar la cosa. Todo estropeando las construcciones del imperialismo británico que, por lo menos, tenían alguna clase de sentido común.
Realmente, provocó otro problema no despreciable, que fue que nunca sabremos cómo habría podido ser "el socialismo", ya que, tras el armisticio de 1918, la Gran Guerra se prolongó hasta bien entrados los años 20 en un intento al final fallido de aniquilar a la naciente Unión Soviética, con los Ingleses y Franceses usando como carne de cañón en Occidente a Polacos, checos, bálticos y demás colindantes, junto con los rusos blancos de Denikin y Wrangel. En Oriente, americanos y japoneses (juntos, ojo) hacían cosas raras por Siberia, Manchuria y la Transbaikalia en general, en apoyo de los rusos blancos que por esta parte mandaba más Kolchak (sin olvidarnos del bueno de von Ungern Sternberg, Ungern Khan, conquistando Urga y tal). Bueno, no es tan simple, pero para empezar no está mal. Lo que sí es cierto es que Blücher seguía pegándose con los japos bien entrados los 20 allá por Manchuria.
Lo que siempre resulta fascinante de todo esto es que en esas guerras terroríficas que los ricos organizan para pelearse entre ellos, lógicamente, no se amasacran los ricos, sino los pobres e incluso la clase media (alguien tiene que proveer el cuerpo de oficiales una vez que la nobleza ha ido aburguesándose y anda algo desprestigiada) y, todo ello, por una serie de planteamientos bastante primarios acerca del honor, la libertad, etc. (vid. “Gorilas en la niebla”)Como yo he tenido 18 años y me sé un montón de canciones, ("Nuestra Espaaña Gloriosa, nuevamente ha de seer la nación po-derosa que jamaás dejó de vencer") puedo entender que haya guerras: hay que aprovechar mientras haya gente joven dispuesta a dejarse liar y enviar a ser despanzurrada. Luego, enseguida, la cosa rueda por sí misma: ahora que ya no se respeta nada, en cuanto hay suficiente gente que ha visto cómo violan a su madre o a su mujer ante sus ojos e hijos que han visto castrar a sus padres, ya no hay que apelar a banderas o a entelequias ideológicas: el sentimiento natural de la venganza hace el resto. Lo malo es que, cuando los ricos consiguen lo que querían, la naturaleza sigue su curso y ya no hay quien pare el lío que han organizado.
Robert Graves, en "Adiós a todo eso", tras contar sus experiencias de la Primera Guerra Mundial (capitán a los 19 años, mandando un batallón de cuando los batallones eran batallones, o sea: mil tíos, con una docena de heridas de guerra y bastante neurasténico) nos da la receta de cómo acabar con las guerras: Que sólo puedan ir a ellas los mayores de cuarenta años, y los jóvenes, animando a sus papás que marchan al frente, agitando banderitas en la estación y cantando Tipperary.
(Nota: cuando hablo de países, obviamente, me refiero a sus ricos y gobernantes -generalmente coincidentes: éstos como criados de aquéllos- y no al vulgo promiscuo, ya que las actuales multinacionales aún estaban en fase experimental)