Cuando yo era pequeño (bueno, y relativamente mayor también) había periódicos mañana y tarde. Salvo los lunes, que sólo salía la “Hoja del lunes”. Mi padre cambiaba mucho de periódico, o esa es la impresión que me ha quedado, y sin un criterio claro, al parecer. Pero compraba el de la tarde: El Alcázar, Informaciones y Pueblo. Es preciso reseñar que, por aquel entonces, El Alcázar, era un periódico normal. Normal para el entonces aquel, obviamente.
Recuerdo que El Alcázar, al menos un verano (era verano porque estábamos en el pueblo), que debía ser el del 69 o 70, traía comics: un tal "Roldán el Temarario", que resultaba ser nada menos que Flash Gordon, el de Dan Barry, no el de Alex Raymond, que mi generación no conoció hasta poco antes de la muerte del Caudillo, publicado en fascículos semanales ansiosamente esperados ¡y en color! por Editorial Burulan. Como es más reciente, mis recuerdos son más nítidos. Pero, a lo que iba: yo conocí a Flash Gordon en El Alcázar.
Me imagino que sería un suplemento veraniego, porque lo recuerdo con una impresión nefasta, propia de la época (salvo las aristocráticas páginas de “huecograbado” del ABC) y ¡en color! Claro que lo del color puede obedecer a una contaminación mnésica tardía.
Luego vino el informaciones. Durante una época indeterminada en mi memoria (principios de los 70, supongo) Forges sacaba allí sus legendarios forgendros: máquinas de utilidad incierta cuyos componentes gozaban de nombres como “firulillo de esborciar” y que tomaron el testigo del entonces predifunto profesor Franz de Copenhague, que salía en el TBO. Tebeo que, pese a los intentos de mi abuelo Heliodoro que lo consideraba el no va más, siempre me pareció de lo más cutre (Salvo, claro está, el Prof. Franz)
Yo era más bien de Editorial Bruguera: Pulgarcito, Tío Vivo, DDT (éste, creo que fue una refundación de una revista de humor en gran formato para “mayores” que compraba mi tío Juan) Cuando yo tenía 10 años, apareció el Superpulgarcito, con veleidades de convertirse en referencia dominante de los tebeos y, algo después, el Mortadelo, que suponía el inevitable reconocimiento de la primacía de Mortadelo y Filemón (y, por tanto, de Ibáñez) sobre todos los demás personajes que contribuían a matar el aburrimiento de mis tardes de domingo, sobre los que hasta ese momento reinaban como primus inter pares. Digo lo de las tardes de domingo, porque el momento de comprar los tebeos era a la salida de misa de una. Eso sí: tenía que pedirlo todos los putos domingos. Recuerdo una vez que no quise pedirlos al pasar por el kiosko y ¡joder! pues que no me los compraron. Y eso que yo tenía sólo 7 años. Pero es que he recibido una educación muy dura, joder, así he salido.
Nada que objetar a Las Hermanas Gilda, Anacleto Agente Secreto, el mismo Vázquez, Hug el Troglodita, Los Señores de Alcorcón y el Holgazán de Pepón, El Reporter Tribulete, Carpanta, Doña Urraca, Zipi y Zape (que, a pesar de los intentos de su autor, no consiguieron que me aficionara al fútbol, aunque años después y gracias al Ejército, pude estrechar la mano de Paco Gento) y tantos y tantos otros. Pero el caso es que el Mortadelo supuso un cierto aggiornamiento en el mundo del tebeo patrio, aún anclado en el costumbrismo de posguerra:
Empezaron a aparecer cada vez más personajes que no eran calvos, que no pasaban hambre y que “pensaban” en algo más que en la lotería que los sacaría de la miseria. Paradigma de lo que digo: “Sir Tim O’Theo”, de Raf (que continuaría en El Jueves) : ¡Un inglés! impensable hasta ese momento.
Aparte, por supuesto, estaban El Capitán Trueno y El Jabato, suma y compendio de las virtudes de la Raza (Aún alcancé a leerlos en unos “superálbumes” en blanco y negro que me parecían gigantescos, imagino que por mi escaso tamaño de entonces) Y, cómo no, “Hazañas Bélicas”, esos tebeos apaisados cuyas hojas había que abrir con un cuchillo (recuerdo cuando ya me fue permitido usar un cuchillo, con lo que los bordes quedaban decentes, y no con el mango de una cuchara, como hasta entonces, con lo que quedaban asquerositos) Pero, ¡ah!, el engorro que constituía abrirlos quedaba largamente compensado con las hazañas de la Wehrmacht a cargo de Boixcar, o las de los marines contra los pérfidos japos en el Pacífico, combatiendo isla por isla: Guadalcanal, Iwo Jima. Tarawa... ¡Joder, qué tiempos!
Había más: las aventuras del Sargento Gorila y el Teniente Johnny Comando en la Guerra de Corea, o un tebeo que jamás he oído citar después, pero que a mí (y a mi primo Benito) nos encantaba: el “Bravo”, que era como más de mayores que los de Bruguera, con aventuras “serias”: Galax el Cosmonauta, Mike Palmer, Detective, La Patrulla de la Selva, que era, ni más ni menos que las andanzas bienhechoras de una unidad de mercenarios por África (o esa es la impresión que conservo) y, ¡Tachánnnn! Mucho ojito: EL TENIENTE BLUEBERRY. Ahí, en el Bravo, fue la primera vez que entré en contacto con el genio entre los genios: GIR/MOEBIUS.
Luego vendría el Strong, que era más o menos la versión española del Spirou francés.
Durante todo este período, suponía una frustración cuando en verano, en el pueblo, mi abuelo se pusiera en plan espléndido y me apareciera con Roberto Alcázar y Pedrín (fomentando la paidofilia inocentemente) o El Guerrero del Antifaz. Que seguían (y siguen) pareciéndome el colmo de la cutrez.
De hecho, creo que la numantina aunque desesperada resistencia del TBO, Roberto Alcázar y El Guerrero del A. a desaparecer de una vez por todas, no era sino un reflejo del cambio de época que vivía el solar patrio por aquel entonces.
Luego vinieron (Tendría yo 10 años) Flash Gordon reencontrado (siempre el de Dan Barry) y El Hombre Enmascarado (el nuevo, el que desarrollaba sus películas en Africa, y no en Borneo o sus cercanías; aunque los Bandar, los temibles pigmeos envenenadores que le rendían culto, se adaptaron perfectamente al cambio y los dibujos eran mucho mejores)
Pero lo que recuerdo como un hito fue la primera vez que cayó en mis manos un tebeo de Superman. Siempre hablábamos de Supermán, pero nunca habíamos visto uno. En realidad, aunque cueste creerlo, ni mis colegas ni yo teníamos muy claro qué aspecto tenía. Estaba publicado por Editorial Novaro, mexicana, así que todos hablaban de una forma la mar de rara: le llamaban carros a los coches, sacos a las chaquetas y cobija a lo que, con toda claridad, era una manta. Eso, la verdad, los hacía poco atractivos y, aunque uno se esforzase, decepcionaba. Una cosa era oir ese extraño lenguaje en la tele y otra muy distinta, hacer el esfuerzo de leerlo.
Sobre todo, porque por esa misma época hizo su irrupción cual elefante en cacharrería la factoría Marvel, con sus tebeos que de repente ya no se llamaban tebeos, sino comics y, aunque estaban en blanco y negro, sus personajes estaban infinitamente mejor caracterizados y sus argumentos eran mucho, pero mucho más enrevesados, lo que capturaba bastante más nuestra infantil atención. Y, encima, como eran gordos, una vez leídos e intercambiados, se podían usar como espinilleras para jugar al fútbol.
Eso sí: los superhéroes de Marvel se vestían de un modo tan ridículo ( o incluso más) como Supermán y sus colegas.
El tema del atuendo de los superhéroes era su punto flaco a mi entender. Y es que yo siempre he sido partidario de la discreción en el vestir. De ahí que mi preferido fuese el Coronel Furia, que no tenía superpoderes, pero, a cambio, se vestía de un modo razonable (para el canon Marvel) y, además, era militar; cosa que a mí me ponía mucho por entonces. Reconozco que me preocupaba un poco (y a mi amigo el prof. Borodin también, no sé si se acordará) si pertenecía al Ejército Regular de los Estados Unidos o, por el contrario, Escudo (hoy “Shield”) era una de esas empresas privadas de los superhéroes, tipo “Los Vengadores”. He de decir que la aparición de sus andanzas contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, cuando sólo era Sargento, despejaron esos temores de una vez por todas.
Me estaba refiriendo a publicaciones periódicas, por lo que no he mencionado a Tintín, que será un lechuguino la mar de cursi y todo lo que queráis, pero, oye, te hacías una cultura. Y siempre estaba el Capitán Haddock para sentirte identificado con alguien. ¡Ah...! Esos tomos de tapa dura y lomo de tela... Ahora mis tintines valdrían una pasta y ennoblecerían mi biblioteca, de no ser el mayor de seis hermanos y de (por entonces) unos 14 primos, lo que llevó inexorablemente a su destrucción.
A partir de ahí, en torno a los 12 años, ya empecé a pasar de los tebeos y centrarme en los libros a secas. He de decir, que ya había empezado sobre los 8 años con Salgari y Tarzán (éste último, gentileza de Rosi, una semitía muy querida que murió hace años) y me limitaba a los Vampus (versión española de Creepy) Y Dossier Negro, comics cutres de terror bastante malos y repletos de moralina calvinista, pero que procuraba estimulantes sensaciones una vez caía la noche. Sobre todo, si tenías que atravesar un sitio oscuro.
Ahí se acabó. Hasta el año 80 o cosa así, en que se inició la edad dorada del comic en España: TOTEM, 1984/Zona 84, CIMOC, Comix Internacional, Cairo, etc., etc. , sin olvidar el Víbora. Pero esa es ya otra historia, compartida también con el profesor Borodin.