El capitán De la Cuesta Paseaba por la chabola con los pulgares metidos en el cinturón y dando caladas al pitillo cuando Cano entró. Los oficiales y sargentos estaban de pie, fumando mientras le esperaban. El capitán le hizo un gesto de reconocimiento y apoyó los nudillos en la mesa.
24/11/09
El búnker de Conil (XII)
El capitán De la Cuesta Paseaba por la chabola con los pulgares metidos en el cinturón y dando caladas al pitillo cuando Cano entró. Los oficiales y sargentos estaban de pie, fumando mientras le esperaban. El capitán le hizo un gesto de reconocimiento y apoyó los nudillos en la mesa.
16/11/09
El búnker de Conil (XI)
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El sargento Cano estaba hasta los cojones, todo hay que decirlo: él era un sargento de Infantería como Dios manda, pero llevaba todo el día con el casco puesto mientras imaginaba todas las cosas espantosas posibles que le podían pasar, percatándose de todos los ángulos muertos que hasta ese momento no había visto, de todo lo que no se había hecho mientras aún había tiempo (típico español, pensaba). Por pensar, pensaba hasta en las noticias del ABC o del Arriba del día siguiente. Bueno, si había noticias que la censura considerase oportuno que se contaran. Desde luego, nadie iba a hablar de un pelotón de ametralladoras achicharrado en su búnker en un sitio llamado Conil de la Frontera, provincia de Cádiz, famoso por sus atunes aunque sin putas. Al pobre sargento Cano no se le quitaban de la cabeza los lanzallamas.
Y todo el día con el casco puesto viendo pasar los barcos. Curioso. Cuando estaban en el Wolchow, el casco era lo normal, ni notaba el peso: sin casco se habría sentido desnudo. Ahora le jodía un huevo llevarlo.
Hacía un par de horas, dos Spitfire ingleses habían volado muy cerca de su playa. Se habían paseado sin que nadie los molestara y se habían vuelto por donde habían venido, hacia Gibraltar. Luego vinieron dos Heinkel nuestros a echar un ojo muy prudente.
Y los barcos seguían pasando, sin que pasara nada. Había bajado el teniente.
-- Cano, para mí que éstos van directos a Gibraltar.
-- Puede ser, mi teniente.
Y así todo el día. Y la noche. Y los chicos en las ametralladoras, mirando. Ya no se le ocurría qué más cosas mandarles. Organizó las guardias, que había que dormir, no fuera a ser que les diera por desembarcar al amanecer, como en los manuales.
Y pasó la noche. Se había quedado dormido sin darse cuenta. Le despertó un toque temeroso en el hombro.
-- Mi sargento…
El cabo Expósito le tendió los gemelos mientras le señalaba la tronera, o sea, el mar. Miró. No había nada, salvo agua. Ni barcos, ni nada: se habían ido. O eso parecía. Sonó el teléfono.
-- Mi sargento, el teniente.
-- A sus órdenes, mi teniente.
-- Cano, que os estéis tranquilos, que parece que no va a haber nada.
-- ¿Cómo dice, mi teniente?
-- Que te puedes quitar el casco, hombre. –En la voz del teniente se notaba un alivio total, como de resucitado- Súbete para la compañía.
-- A sus órdenes, mi teniente.
13/11/09
El búnker de Conil (X)
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-- A sus órdenes, mi capitán.
-- Ya está liada, Carlitos.
Montoya, llama a la compañía y que nos manden unos rojos con agua para rellenar el bidón, que parece que se les ha olvidado.
Cano se subió al techo del búnker para ver mejor y enfocó otra vez los prismáticos hacia la flota. Se estaban moviendo hacia el Estrecho. Había tantos barcos que pensó que era un efecto óptico. Pero no, es que venían más. Se oyó ruido de aviones.
12/11/09
El búnker de Conil (IX)
11/11/09
El búnker de Conil (VIII)
10/11/09
El búnker de Conil (VII)
5/11/09
El búnker de Conil (VI)
¡Joder…! ¿Qué cojones hacía él dándole tabaco al Ingeniero en la playa?, ¿qué cojones hacía él en la puta playa? No era haberse cargado a un tío. Cano ya ni sabía la cantidad de gente que se había cargado desde el treinta y seis: era imposible saberlo. De lo que sí estaba seguro era de que por primera vez en su vida se había cargado por la espalda a un tío desarmado. Que tenía que hacerlo, estaba claro. No, qué hostias, estaba claro que tenía que quitarle el mosquetón al pistolo, que tenía que disparar; pero no tenía por qué haberse cargado al rojo de los cojones. La realidad se impuso: realmente, el puto rojo había tenido que morir porque le había jodido no darle a la primera; tal vez porque él, el sargento Cano, no podía soportar la idea de que alguien dudase de su puntería. Eso habría desmoralizado a sus chicos. Eso era lo que le jodía ahora. El puto rojo de los cojones, que no había tenido mejor momento para intentar escaparse que cuando estaba él allí, había cascado porque él, el sargento Cano, no podía permitirse el lujo de que los soldados de su pelotón, que iban a morir con él achicharrados por los lanzallamas ingleses (o americanos, no sabía) dudaran de él.
No sabía cómo se le ocurrían estas cosas, pero le venían a la cabeza con una lucidez hiriente. Desde luego, en el momento no lo había pensado. Y, lo peor de todo, cuando el rojo se hundió tras el balazo, es que el Ingeniero lo miraba. Cano no sabía por qué, pero pensó que el Ingeniero iba a tirar el pitillo como mínimo gesto de rebeldía.
No lo tiró. De hecho, mientras sus miradas se cruzaban, le dio otra calada por si acaso. Cano –recordó- había pensado: “éste lleva mucha mili, sabe que una cosa es la honrilla y otra el tabaco.” Ante la mirada de Cano, el Ingeniero se había cuadrado (eso sí, sin soltar la chusta).
-- ¡¿Qué?!
-- Mi sargento.
Cano había sido consciente en ese momento de que por primera vez en su vida, había matado a alguien sin saber por qué (o, a lo mejor, por primera vez en su vida se había planteado por qué). Vociferó fuera de sí:
-- Mi sargento, ¿qué? ¿Te parece mal?
-- No, mi sargento. Bueno, sí. Pero yo también lo he hecho. Cuando era sargento.