29/7/11

Los voluntarios del rey Don Carlos (IV)

 

4

Ahora, en noviembre del treinta y ocho, volvían a estar en primera línea, solo que al otro lado del Ebro. La batalla de desgaste continuaba desde el 25 de julio, devorando hombres y pertrechos; pero ya ganaban ellos. Después de aquel día aciago en agosto, cuando el Tercio fue aniquilado, los supervivientes habían estado en retaguardia reorganizándose y curando a los heridos. A los que salieron ilesos –pocos de cuerpo y ninguno de alma- les dieron un permiso de quince días para ir a casa y el páter se acercó al pueblo, donde rezó sobre las tumbas de su hermano y de su padre, que había muerto entre tanto. Luego se dio una vuelta por Pamplona. No le gustó el ambiente: mucho falangista, mucha camisa azul por la calle.

A la vuelta se enteró de que el Tercio, como tal, ya no existía. Al anochecer del día de la matanza, los rojos habían reconocido el valor de los requetés y habían ofrecido un alto el fuego para recoger a los heridos y los muertos; pero, por lo visto, algún general no compartía la opinión del enemigo y los llamó cobardes, diciendo que habían corrido como conejos ante el fuego. El teniente coronel no se pudo contener y hubo más que palabras. Le quitaron el mando.

El nuevo teniente coronel no era carlista; venía del Ejército de África y llegó con el prejuicio de que le habían entregado una tropa de cobardes que huía ante el enemigo; así que su primera alocución no pudo ser menos afortunada. A los hombres formados, muchos aún con la cabeza vendada o el brazo en cabestrillo, les comunicó sin ambages lo que pensaba de ellos y les dijo también que se acabó la política en las filas. Los efectivos del Tercio, hasta volver a reunir un batallón, se cubrirían con soldados de reemplazo. De tercio carlista no le quedaría más que el nombre. La disciplina sufrió una dura prueba y el páter tuvo que prodigar muchas miradas asesinas para acallar el creciente murmullo de la tropa.

Después de aquello, el cura, algunos oficiales y el brigada de la plana mayor, comían en una tasca del pueblo en que estaban acantonados. El descontento transpiraba por los poros.

-- Páter, lo que yo le diga: todo esto viene del Decreto de Unificación. Ese hijo de puta de Serrano quiere acabar con nosotros y la mejor forma es echarnos de carne de cañón para que nos maten los rojos. Así, cuando acabe la guerra, no quedarán carlistas y no tendrá problemas.

Todos echaron en torno miradas de reojo, incómodos.

-- Hombre, no hay que ver las cosas así…

-- Pues ya me dirás cómo hay que verlas. Nosotros lo aguantamos todo por disciplina, por España, y los falangistas nos están haciendo el truco. Y, ya me dirás, ¿qué coño hacemos los navarros mandados por un moro como Mizzián, aunque sea amigo de Franco?

El páter llevaba estrellas de capitán y el que hablaba era un teniente. Aunque no son iguales las estrellas de los que dan el callo de verdad –los infantes- que las de un cura, por más castrense que sea, un capellán carlista tenía otro mando, conferido por una Autoridad más alta que cualquier general.

-- Arana, mejor que te calles ahora mismo.

Los demás asintieron en silencio. El brigada, que no se desatornillaba la boina ni para comer, miró de reojo al teniente y le hizo gesto de “no, no”, moviendo desaprobadoramente el dedo índice. El teniente Arana trató de insistir.

-- Yo lo que no me explico es por qué Fal Conde no…

El páter se inclinó por encima de la mesa y le dijo en voz baja, para que nadie  más que los comensales lo oyera:

-- Arana, como vuelvas a abrir la boca, te arresto.

Nadie se planteó que el capellán pudiera arrestar a un jefe de sección –que ahora mandaba una compañía- y todas las miradas le dieron la razón al sacerdote.

-- Vale. Me callo, pero ya veréis como es verdad lo que digo.

27/7/11

Los voluntarios del rey Don Carlos (III)

 

3

El páter recordaba los años anteriores a la guerra, cuando los sacerdotes clamaban desde el púlpito contra la República impía y en los montes de Navarra los requetés jugaban a la guerra con viejos fusiles y escopetas de caza. En febrero del treinta y seis el Frente Popular ganó las elecciones y comenzaron allegar –nadie sabía cómo- armas modernas: mosquetones italianos relucientes de grasa, con sus bayonetas y su munición; ametralladoras Breda. Y en los montes aparecieron oficiales en activo; de paisano, pero se los distinguía a la legua por su porte y sus bigotitos. Les enseñaron a maniobrar, a desplegar en guerrilla y a formar líneas de tiradores; se repartieron grados a los más despiertos. En la casa del páter, un día de julio, Padre los reunió a los hermanos. Sacó la boina del arcón y se la tendió al mayor, Miguel – Miguelón-, que la tomó con respeto.

-- Hijos, yo estoy muy viejo y ya veis que casi ni puedo andar, pero ha llegado la hora de salvar a España y que vuelva el Rey legítimo. Quiero estar orgulloso de vosotros. Ama, saca el vino.

Y allá que bebieron los cuatro bajo la mirada inquieta de la madre. El padre les recordó las hazañas de sus mayores en las guerras carlistas, luchando por Dios, por el Rey y por los Fueros. Pronto llegaron los vecinos, todos tocados de sus boinas rojas y hubo festejo hasta altas horas, cantando comiendo y bebiendo:

Átame las alpargatas, dame la boina, dame el fusil,

átame las alpargatas, dame la boina, dame el fusil,

que voy a matar más rojos que flores tienen mayo y abril.

A la mañana siguiente, con algo de resaca, los tres hermanos partieron a unirse al Tercio de requetés, el mediano de capellán. el dieciocho de julio, a la llamada del general Mola, formó una unidad variopinta, con boinas de larga memoria y, en el pecho, el Sagrado Corazón que detendría las balas, cosido por la madre o la novia del que la tenía; unos con fusiles, otros con escopetas, el zurrón al hombro y la bota de vino, como si la guerra fuera la fiesta de los carlistas. Marcharon al frente cantando:

Si nos preguntan alto quién vive

responderemos con recia voz:

los voluntarios del rey Don Carlos

vivan los fueros y religión.

Si nos insisten de qué comarca,

de qué provincia o de qué región

responderemos que eso no importa,

viva la madre que nos parió.

Pero la guerra resultó no ser divertida. Su primer combate –contra una columna anarquista que venía de Aragón- quedó en tablas por la bisoñez de los dos bandos, pero hubo que enterrar a Miguelón. En el primer tiroteo, mientras los anarquistas corrían a cubrirse entre las breñas, no se le ocurrió más que subirse a un peñasco y levantar la bota de vino hacia el enemigo:

-- ¡Rojillos! ¡A vuestra salud!

Y empinó el codo. Se conoce que a alguno de la FAI no le hizo gracia el brindis, porque le pegó un tiro que lo tumbó allí mismo.

Y, así, la boina familiar pasó al segundo hermano, que era el sacerdote capellán del Tercio y dio la extremaunción a su hermano mayor. Tomó la boina, vieja de sesenta o setenta años, resiguió con el dedo el cerco de saín formado por el uso, que se remontaba al abuelo y la última guerra civil. Le dio la vuelta reprimiendo las lágrimas porque todos los miraban y a ver cómo conforta el páter al rebaño si lo han visto llorar ante la muerte. Se la caló, cuidando que la borla cayera bien airosa; levantó la mirada y pronunció una breve arenga sobre la Cruzada contra el comunismo y los ateos y la sangre de los mártires, que irían directos a sentarse a la Diestra de Dios Padre si caían combatiendo por España y por la Fe.

21/7/11

Los voluntarios del rey Don Carlos (II)

-2-

Dos meses y pico antes la cosa había sido muy distinta. Los rojos habían cruzado el Ebro en las narices de Yagüe, tan confiado como para no enterarse de los ingentes preparativos. Los nacionales habían salido corriendo y no habían conseguido frenar el empuje republicano hasta las afueras de Gandesa. El Tercio de Isaba estuvo entre los primeros refuerzos llegados de Extremadura; ochocientos cincuenta boinas rojas que lanzar al combate. Primero les tocó recibir los ataques más duros en torno a Gandesa, donde combatieron día y noche –a veces cuerpo a cuerpo- teniendo muchas bajas. Luego les ordenaron un ataque frontal contra una de las posiciones más fuertes del enemigo.

La mañana del primer asalto habían rezado el Rosario antes del alba y, con las primeras luces, el páter había visto partir a la sección de choque mientras los zapadores abrían camino entre las alambradas propias. Todos muy serios, con el casco calado hasta los ojos, la pala cruzada sobre el pecho y unas alforjas llenas de granadas. Los cuarenta hombres habían avanzado entre dos luces, encorvados, dispuestos a abrir brecha en las alambradas enemigas con sus pértigas rellenas de trilita.

Cuando los de choque iban por la mitad de la tierra de nadie, el resto del Tercio, desplegado en guerrilla, fue saliendo de las trincheras con la bayoneta calada. Ni silbatos, ni arengas; todos en silencio, inclinados, los más rezando entre dientes. Un soldado muy joven se quedaba atrás; miraba al frente aferrado al parapeto. El páter se fue a él:

-- ¿Qué te pasa, requeté?

El muchacho se giró. Sus lágrimas y la mancha que se extendía por sus pantalones respondieron por él.

- No quiero ir no quiero ir no quiero ir.

-- ¿Cómo que…? Cagón, tú vas con tus compañeros. Un requeté no tiene miedo porque Dios está con él.

-- ¿Por qué no va usted pues? – susurró el chaval.

El páter le pegó un bastonazo, lo agarró del cuello de la camisa y lo empujó hacia arriba.

-- Vete para allá, no nos avergüences a todos que te pego un tiro aquí mismo.

El soldado salió de la trinchera y dio dos pasos vacilantes; se irguió desorientado y, en ese instante, un borbotón de sangre floreció en su pecho. Cayó de espaldas y ahí se quedó, gimiendo por lo bajo. El tiro le había dado en todo el detente, observó el sacerdote.

Ese disparo pareció la señal. Las posiciones enemigas despertaron y el fuego de ametralladora, perfectamente organizado, empezó a cosechar entre las filas del tercio. Los de la sección de choque fueron los primeros; ninguno alcanzó las alambradas rojas.

El capellán, atisbando entre los sacos terreros, lo vio todo: los estaban esperando y los habían dejado alejarse de la protección de sus líneas hasta tenerlos bien a tiro. Algunos hombres se incorporaron y cayeron acribillados. El capitán de la primera compañía, pistola en mano, agitaba los brazos a derecha e izquierda gritando algo que no se oía, hasta que una ráfaga le dio de lleno. Los oficiales mandaban frenéticos cuerpo a tierra mientras la gente se derrumbaba en torno. Pronto todos estaban en el suelo. Los que corrían hacia retaguardia fueron abatidos. Las ametralladoras hacían tiro de siega sobre las cabezas de los soldados que intentaban fundirse con el suelo, buscando cobijo donde no lo había; poniéndose delante el cuerpo de un compañero muerto, o herido. La corneta tocó retirada, pero entonces empezaron los morteros a granizar sobre el tercio pegado al terreno, atrapado en tierra de nadie. Un silbido ominoso precedía al estruendo de platos rotos de los morterazos, que rompían con fragor unánime, lanzando sobre los requetés una lluvia de tierra y restos humanos. El páter, desesperado, rezaba en voz alta, invocando la protección de Dios sobre su rebaño. Pero aquel día Dios no lo escuchó.

La horrible situación duró dos horas. Les habían prometido una compañía de carros para apoyarlos, pero cuando los rojos destruyeron los dos primeros, los demás se acojonaron y salieron tarifando. El batallón que debía cubrir su flanco derecho, al ver la que estaba cayendo, ni salió de las trincheras. Cada vez que alguien intentaba retroceder, las ametralladoras lo disuadían y un par de morterazos le recordaban que iba a morir. Finalmente, el enemigo dejó de disparar. Los supervivientes comenzaron a arrastrarse hacia atrás, reptando de forma nada gloriosa. Uno se levantó y echó a correr hacia retaguardia. No pasó nada; entonces, los que podían, lo imitaron.

Al llegar a Gandesa habían formado ochocientos cincuenta voluntarios. Quedaban ciento cuarenta más o menos enteros; de los oficiales sólo había vuelto ileso un teniente de mirada enloquecida.

18/7/11

Los voluntarios del rey Don Carlos

 

1

-- ¡Cagoendiós!

El requeté no supo qué lo asustó más, si el chorreón de sangre o el guantazo que le dio el páter.

Fue imprevisto. El rojo de enfrente debía de estar loco para asomar la cabeza lo suficiente como para mirar hacia aquí y, no sólo mirar, sino apuntar y disparar con la precisión necesaria para volarle la cabeza a Ibáñez a cuatrocientos metros. El soldado había recibido en la cara el  chorro de sangre de su vecino de trinchera; pero el cura, sin duda por reflejo profesional, se fijó antes en la blasfemia.

Y es que las cosas habían cambiado. La gente ya no se apretujaba contra los sacos terreros rezando por lo bajo como hacía un par de meses, sino que se encaramaba al parapeto para contemplar a sus anchas el bombardeo de las posiciones enemigas. Las escuadrillas de trimotores italianos se sucedían sobre el campo de batalla llevando su cargamento mortal hasta las líneas republicanas. Volaban sobre el tiro de la artillería y, allá adelante, uno no distinguía las explosiones de sus bombas y los cañonazos.

El día antes, el páter había acompañado al teniente coronel a retaguardia, donde los artilleros, y había visto todos esos cañones alemanes nuevecitos. Cada batería tenía unas fotos panorámicas de las trincheras enemigas, con los objetivos señalados y las marcaciones encima. Su trabajo consistía en echar las cuentas: puntería recíproca sobre goniómetro de mando, tantas milésimas de elevación, tantas de deriva, y cargar y disparar, cargar y disparar, cargar y disparar. Tarea mecánica para gente experta, porque la Artillería –no así la Infantería- conservaba a sus veteranos sin verlos diezmados en cada batalla.

El resultado era el infierno para los de enfrente. Dos o tres Ratas habían aparecido en el cielo poco antes, revoloteando entre los bombarderos, y hasta habían derribado un Savoia, que se vino abajo perseguido por una nubecilla de humo; pero habían tenido que retirarse ante los Messerschmitt, que eran más. El enemigo estaba indefenso y no le quedaba otra que aguantar en sus agujeros hasta que escampara la tormenta y justo entonces, conmocionados por las explosiones, salir a enfrentarse a las bayonetas y las bombas de mano; por eso nadie esperaba que uno tuviera los huevos de asomar la cabeza, apuntar y cargarse a Ibáñez. Mientras los camilleros venían a por el cuerpo, el páter se dirigió al requeté blasfemo:

-- Y ahora, ¿qué? ¿Vas a ir al asalto en pecado mortal?

-- Hombre, páter…

-- Te absuelvo sub conditione. Si vuelves, te me confiesas.

-- Gracias, páter.

La guerra estaba haciendo tolerante al capellán. De momento, hasta llevaba casco.