La del pirata es la vida mejor
Cuando yo iba al colegio, sabía perfectamente que ciertos comportamientos estaban prohibidos y que infringir la prohibición implicaba castigos terribles. Eso era así. Como es lógico, todo lo que estaba prohibido molaba: si no, no lo habrían prohibido.
Ante tal situación, la mayoría nos buscábamos la vida para burlar la prohibición, mientras que otros la acataban por miedo al castigo. Esforzarse en burlar la prohibición suponía desarrollar esas capacidades de sigilo, vigilancia, planificación y búsqueda de información sobre el enemigo y el campo de batalla que tradicionalmente se consideran necesarias para la supervivencia de la especie. En realidad, muchas veces, lo prohibido no molaba tanto; lo que verdaderamente molaba era –eso- que estaba prohibido: molaba el riesgo, notar ese cosquilleo en las tripas, sentir que te atrevías.
Pero había otros que acataban la prohibición, ya digo. Éstos se escudaban en criterios morales: si la autoridad había decidido prohibir algo, es que ese algo era malo. Como reconocer que, por ejemplo, no entraban en la capilla a deshoras a ver si de verdad había un fantasma por miedo a que los castigaran, debía de ser muy duro para su autoestima (palabra que, por cierto, aún no existía), pretendían hacer creer que ellos no lo hacían, no porque fueran unos gallinas, sino porque eran buenos, no como nosotros. Como solían compensar su cobardía estudiando mucho, cuando el profesor elogiaba en público su asqueroso comportamiento, ellos en lugar de avergonzarse, se esponjaban cual gato persa mientras los demás vomitábamos mentalmente. Con el tiempo, a fuerza de comportarse así, llegaban a creerse que poseían un elevado sentido moral del que nosotros carecíamos y que les evitaba remordimientos por su nulo compañerismo, incluso cuando se despeñaban por la más baja sima de lo abyecto, que era -claro está- chivarse.
Un chivato era lo peor. Para no sentirse un mierda, se había identificado con el poder hasta creer que el profesor era su amigo, y que sus enemigos éramos nosotros. Así que se hundían en la mierda sin posibilidad de redención: no cabía el perdón para el chivato, sólo el vacío y la venganza.
Ha pasado una eternidad, miro a mi alrededor y ¿qué veo? Un mundo donde los chivatos imponen su ley. Han aprendido, por ejemplo, que no hay que quitar la vista de encima a sus hijos ni un momento, no vayan a hacer lo que hacen los niños sanos, o sea, desobedecer. Por eso, se pasan la vida en el colegio, para vergüenza de sus retoños, cabildeando con los profesores o, si los profesores son personas normales, haciéndoles la vida imposible. Por eso, no dejan a sus hijos salir solos a la calle ¡ni para ir al colegio! Como ellos eran unos cobardes, necesitan que sus hijos lo sean también (igual que antes: para no sentirse unos mierdas) y se pasan la vida asustándolos con lo peligrosos que son los coches y que el mundo es un lugar tenebroso lleno de pederastas que raptan a los niños. Por eso, hacen los deberes con ellos, y supervisan sus juegos, no les vaya a dar por pegarse o por leer algo interesante en vez de los pestiños que les mandan en el cole; les obligan a hacer cosas absurdas cuando acaban las clases – inglés, ballet, lo que sea antes que dejarlos jugar en paz- no porque los niños quieran (que lo que querrían es perder de vista a sus padres por lo menos un rato) sino porque lo quieren ellos (poder decir que su niña es más superdotada que las demás), y, aunque no lo quieran, lo harán de todas formas para no ser escarnecidos por los demás papis y mamis: “Fulanita es una mala madre: su niño no va a ballet.” De ir al colegio solos, ni hablamos, claro. Un niño de 11 años que cogiera el autobús para ir a clase sería algo tan grave como en mis tiempos no estar bautizado. Imagino que el AMPA denunciaría a sus padres para que les quitaran la custodia. Eso sí, para que los niños no protesten por tenerlos presos, los papis y mamis los sobornan, o tratan de sobornarlos, llevándoles las mochilas, comprándoles ropa cara y artilugios cibernéticos de unos precios impropios de su edad. Ya se sabe, es el viejo truco: el objetivo de la cárcel es reinsertar al delincuente, aunque, en este caso, ni siquiera: se trata de insertarlo y luego, claro, salen niños que escriben cartas a El País.
En resumen, que aquellos chivatos que tanto asco nos daban de niños, han tomado el poder y están a punto de dominar el mundo. Ante tal estado de cosas, sólo queda un valladar que salve el futuro de la humanidad: los tíos. Por suerte, casi siempre hay un tío, una oveja negra de la familia, alguien a quien los propios papis y mamis hacen propaganda al revestirlo del atractivo de lo prohibido. Tenemos una responsabilidad: cada encuentro con el tío –escasos: si se pasara la vida con la familia, no sería una oveja negra- ha de ser un refuerzo positivo del comportamiento normal.
A partir de los cinco años, ya podemos hacer grandes cosas. Para empezar, seremos los únicos que hablaremos con el niño como si fuera una persona normal y no un gilipollas; por eso, nos referiremos siempre a mami como es debido, o sea: tu vieja. A esa edad, ya podemos empezar a enseñarles palabras reales, términos que hagan perder los nervios a papi: cosas sencillas como “puta”, “cabrón”, “gilipollas” o “súbete aquí y da pedales.”
A los seis años, (es tarde, pero no siempre estamos ahí) le enseñaremos a nuestro sobrino o sobrina que, realmente, puede cruzar la calle solo, sin sufrir la humillación de ir de la mano de su vieja. Lo único que tienes que hacer, colega, es mirar a izquierda y derecha y asegurarte bien de que no vienen coches. El enano lo hará y comprobará que, no lo atropella un coche fantasma surgido de la nada.
A los siete (lo más tardar) le enseñaremos que, si le pega otro niño, lo que tiene que hacer es pegarle también. Da igual que ganes o no; lo que importa es que los demás se enteren de que pegarse contigo no es rentable. De hecho, habrá que enseñarles algunos trucos: cómo se cierra el puño, sitios en los que, si aprietas, duele un huevo, etc.. Pero, sobre todo, nada de chivarse, ni a tu vieja ni al profesor que, no sólo no van a arreglar tu problema, sino que, encima de que has cobrado, aprovecharán para hundirte en la mierda convenciéndote de que eres una pobre víctima acosada y te llevarán al psicólogo para que te lave el cerebro.
A los ocho, ya va siendo hora de que nos camelemos a los padres (asistir a algún evento familiar sin dar la nota puede bastar) y consigamos que nos dejen llevarnos a nuestro sobrino a la montaña. Si hace falta, nos juntaremos un par de tíos y nos usamos mutuamente de coartada: “no te preocupes, Fulanita se trae a su sobrina también.” Los niños fliparán al ver que esos horizontes que salen en las películas cursis que les llevan a ver sus viejos al cine del centro comercial, existen y que ellos pueden ir allí. Aunque es cansado y hace frío, pero mola, ¿a que sí? Comeremos con las manos, haremos concursos de regüeldos y nos tiraremos pedos, lejos de los padres y los profesores. A esa edad, ya se les puede enseñar a rapelar, que es muy disfrutón y los hará sentirse superiores por un tiempo.
Eso sí, a los nueve como muy tarde, (lo suyo sería antes, pero tenemos que luchar contra un sistema educativo que intenta que aprendan poco y despacio) les regalaremos por su cumpleaños La Isla del Tesoro. Cuando conozcan a John Silver El Largo, lo tendrán más fácil.